«El tren de Convoy» – por Hugo Savino
Convoy no pertenece. Es lo primero que sentí al leer esta novela. No es que no tenga influencias. Debe tenerlas. Creo que no interesa mucho. Las influencias se las dejamos a los que leen esencias.
«Bienvenidos al tren» – por Mariano Dupont
En la literatura argentina cada tanto se produce un milagro y aparece una primera novela comoConvoy, de Esteban Bertola. Muy cada tanto, es verdad. Pero a veces pasa. Y es la felicidad. La felicidad de toparse con una novela que no busca adecuarse al murmullo tedioso de la época. Al murmullo familiar. Al sonsonete. Aire fresco, o sea. Novelas que parecen caídas del cielo.
«A pelo sobre el lenguaje» – por Ana Ojeda
Cómo hacer para no terminar el viaje. Cómo hacer para no llegar nunca. Ni volver.
Esteban Bertola
«Con el movimiento del tren se mueve mi cerebro y escribe mi mano»: en dos palabras, la trama de este libro.
«Un viaje multidimensional» – por Blanca Wallace
La novela Convoy mereció elogiosos comentarios de los escritores y traductores Hugo Savino y Américo Cristófalo. Savino se refirió al libro como «Un callejón de salida. La única vía posible que propone Convoy: leer en la emoción del lenguaje». Cristófalo habló de «un sistema de digresiones de una voz que se trama en el cuerpo, una voz con una preocupación por anotar, no tanto una crónica del viaje como los efectos del viaje en el que viaja».
«El sueño de una voz» por Daniel Gigena
La primera novela de Esteban Bertola introduce en el panorama de las nuevas narrativas una alteridad difícil de comparar. La mayoría de sus contemporáneos aborda, con mayor o menor fortuna, cuestiones ligadas a un realismo raso, a un registro etnográfico de las costumbres de personajes desganados (si viven en metrópolis) u ofuscados (si se ubican en la periferia), todos con una melancolía que añora cierta domesticidad.
«El sonido de las palabras: » Mardulce Magazine
Voy, como un descarte, solo y aparte, galopando a pelo en el lenguaje. Eso es exactamente lo que hace Esteban Bertola en Convoy: se desprende de la banda y se manda solo, a sacar los sonidos del cuerpo porque si no producen heridas interiores. Toca un solo de saxo enloquecido como los de Charlie Parker o mejor como los de Ornette Coleman, un solo en el que asume todos los riesgos, sin concesiones, sin guiños cómplices ni haraganerías y tenemos que agradecerle por eso y por ese viaje alucinante de Retiro a Tucumán sin pasaje de vuelta. Me voy. Nadie puede irse. Ahora el silencio deja escuchar el ruido que hace el sol cuando sale. Más adelante: salida. No hay. Entonces. Silencio. Pero no. Posibilidades. Andar.
Convoy es el tren de una voz que todo lo mira, una voz que nota, anota, dice y calla, ríe, maldice, suspira y escribe.
Convoy tiene su propia musiquita chucuchu chucuchu chucuchu, es el lenguaje en movimiento, es la voz atravesando ese lenguaje, entrando, saliendo, poniéndole cuerpo como Coleman, con el pulso acelerado y sin guardarse nada, en carne viva, dejando todo en cada soplido, el arrojo de cuerpo entero es, de entre todas las posibilidades, la única salida concreta. Las palabras son vagones que se unen y desunen y arman frases, imágenes, sonidos, flotan en el aire, se incrustan como esquirlas, descarrilan, descubren un camino, aparecen por ráfagas o con cuenta gotas, pintan un paisaje con ritmo sostenido y risa solapada, de costado, risa escondida en los pliegues, en la que puede escucharse el eco de la risa de Leónidas Lamborghini, para mí el poeta más grande que dio la Argentina dijo Bertola en una entrevista.
Contale, cantale, qué esperás, las palabras no son lo que se dice que son, suenan, resuenan, repican, se repiten para adelante, para atrás, van y vienen vienen y van en una cantinela que hipnotiza (el sueño también va y viene, sueña suena la voz en ese viaje tierra adentro ¿de qué? ¿de dónde? ¿cómo?). Hay que seguirle el ritmo a Bertola, es el ritmo del traqueteo, adelante es atrás y atrás adelante traqueteo y teoquetrá, el traqueteo es el que impone el ritmo y la respiración, el que marca las pausas, los silencios, los arranques. El cuerpo se acomoda a él, se une al bamboleo, se deja mover, se ve afectado por esa manera de mirar y de decir, con el movimiento del tren se mueve mi cerebro y escribe mi mano, las bitácoras, las notas, lo que fue y lo que va a ser en un solo tiempo presente, tiempo desflecado, dice.
A cada rato Bertola se sitúa, va deslizando las coordenadas, no explica ni cuenta, sencillamente sitúa el escenario y los movimientos que ocurren en él, dibuja un recorrido que va uniendo puntos, avances y detenciones, el tren es una vieja serpiente asmática que se arrastra por la tierra dejando su huella viboreada. Va, va como puede, descomponiéndose cada dos por tres. Y adentro también hay movimiento: del asiento al vagón-comedor, al estribo a fumar, al andén, a las vías, a mirar las estrellas heladas por la ventanita del baño, al furgón-perrera, los pasillos se llenan de pasajeros que circulan de acá para allá y de allá para acá, reina el desmadre en este vodevil apocalíptico y barato. Juega a las damas con el ojo blanco de la Maqui que todo lo ve y nada le importa, habla con Cecilio que se empecina en ocultar los poyos peleadores, con Tocayo, con el egresado y los guardas, con la mujer que vende revistas en el andén de Rosario y con Rosi, la que sirve café en el bar de la estación de La Banda, que tiene el color de la tierra –el color de la papa y del pan con chicharrón. Inventa las noches, las madrugadas, las mañanas somnolientas, todos los colores, cien tipos de luces distintas qué digo, mil, siempre con los poemas en el bolsillo para aguantar el infierno, no evitarlo si no entrar en él y aguantarlo porque quién dijo que el infierno no existe.
Convoy exige un lector que ame el lenguaje tanto como el que escribe, que saboree las palabras en la boca (pajarracos, caravanería, chanfaina, sol color poyo, tarareo, despilfarro, vodevil, hay miles) que ponga el ojo en cada detalle y pesque por ejemplo la belleza que hay en cómo dos tábanos se afilan en un charco hecho con el agua que pierde un caño, encima del charco, el arco iris que a contraluz brilla con el agua rociada por la pinchadura, una santarita hecha trizas por el amarillo y las hormigas, un lector sin pereza, que ame la relectura, los subrayados, que tenga oído para escuchar a la tela, un lector que se deje llevar por la corriente de sonidos y no resista con manuales de lectura o la necesidad de argumentos y temas claros y bien hiladitos, no, esos mejor que ni entren a la novela, que ni se acerquen. Convoy pide, exige, más bien ofrece otra cosa, porque también se puede no saber cómo seguir y seguir, y resuena la frase de Beckett: no puedo seguir, seguiré y más adelante agrega Bertola: yo ya estoy siguiendo porque hay que saber perder.
Que canten las voces que vienen de todos lados, vienen de afuera de adentro de arriba de abajo, del sueño y de la vigilia, de la parte de atrás de un cráneo que se mueve a ritmo del traqueteo, ya lo dije pero viene bien repetirlo cada tanto. Voces y algo más. Con las voces, algo. Punto, para empezar. Y para terminar también. Las voces empiezan a fabricar el espacio, zumban, susurran, gritan, cantan, gimen, resuenan y terminan en el sonido sin fin. Y en el medio la escritura, ese es el viaje: perderse para encontrarse en un sueño del que no vamos a despertar.